Como un cardo clavado en el alma se siente al oído la letra del llamado canto del semidesierto del noreste; empezando con su título, la melancólica letra de la pieza Yo ya me voy a morir a los desiertos, una de las más populares de esta manifestación musical heredada del norte mexicano, deja ver el dolor, la pobreza y pesadumbre de los campesinos de la región de los territorios de Coahuila y Durango.
Interpretado a capella, este canto es totalmente espontáneo. Una expresión para la cual, los peones de las haciendas solían alejarse a campo abierto durante la noche o madrugada y llorar en polifonía sus penas en libertad, a grito abierto, sin tiempos musicales, haciendo un ademán para invitar a los demás a unirse en un solo lamento de diferentes variaciones.
Se podría decir que este canto tan básico como la voz y tan complicado como su improvisada combinación de graves y agudos, enuncia el dolor del alma y del cuerpo; pero al mismo tiempo deja ver el desapego terrenal de quien ha venido a este mundo a sufrir de pobreza, explotación y cansancio; la inspiración de aquellos que usan su cuerpo como instrumento para manifestar su condición y sentimiento.
Mucho se ha escrito y documentado sobre los Cardencheros de Sapioriz y de Flor de Jimulco, como los últimos herederos de esta centenaria tradición musical, quienes con voluntarioso impulso han promovido y difundido esta manifestación cultural, presentándose en festivales y recintos de numerosos países, como representantes del folklor del desierto.
Sin embargo, no sólo se entona en esta región, pues hace un par de años tuve el honor de conocer y escuchar la unión de cuatro voces femeninas, que, desde Tepehuanes, Durango, realizan un interesante trabajo de investigación y preservación de la música proveniente de la Sierra Madre Occidental, siguiendo el mismo estilo: el uso de la voz de diferente tono, que en unión voluntaria siguen una tradición inculcada por sus ascendientes, en un estilo típico y casero.
En nuestro último encuentro conversé con la maestra Alma Montenegro, quien lidera al grupo Las Mujeres Cardencheras, sobre su opinión de heredar este saber a las nuevas generaciones y ella me explicó lo difícil que es transmitirlo, pues los tonos van madurando a lo largo de la vida, lo que no solamente le da sentimiento a la melodía, sino un sentido de pertenencia a su origen, pues las canciones, en su mayoría, les fueron transmitidas por sus abuelas o bisabuelas y hablan de la vivencia pura de su hábitat.
Son dos tipos de canto, de acuerdo con el género de quien lo interpreta; por una parte, está el canto cardenche, comúnmente interpretado por los hombres y dedicado a las penas, al duelo, al cansancio y a las historias que con el tiempo se volvieron corridos; mientras que las mujeres preferentemente dedican su voz al llamado canto cardenche religioso, más enfocado a “los alabados”, esas alabanzas ofrecidas, en la mayoría de las ocasiones a la Virgen María, en misas, rosarios y velorios.
Escuchar sus letras, diferenciar sus tonalidades, apreciar la belleza de la tesitura de sus voces y compartir en silencio sus sentimientos, es como clavarse una espina de cardenche en la piel, que tanto la desgarra al ingresar en ella, como la lastima al salir con los filamentos opuestos de su naturaleza.
Es este canto una manifestación viva, que se niega a morir, que recorre los lugares más recónditos del cuerpo y echa a volar la mente del escucha, lo traslada a un lugar de ensoñación, en el que, de una u otra manera, ha estado o está y le proporciona una manera de desahogar la pena y seguir caminando en un mundo lleno de cardos.
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Mientras preparo este texto, cuyo tema he venido cavilando desde hace algunos días, me entero de que falleció don Toño Valles, una de las últimas voces del cardenche lagunero. Descanse en paz, bajo los cielos del desierto, junto a sus voces ancestrales.
Ana Elia Rodríguez Mendívil
saltillovivo@gmail.com